El millonario y poderoso empresario que por las noches usaba un antifaz negro para violar y asesinar a sus víctimas
Joji Obara parecía un hombre de negocios, pero ocultaba a un monstruo. Se supo que pudo haber violado y quizás matado entre 150 y 400 mujeres. Fue juzgado por ocho casos, dos de ellos que terminaron en muerte: el de la australiana Carita Ridgway y el de la británica Lucie Blackman. Los horrores de sus crímenes los filmaba y guardaba en su videoteca.
Joji Obara estaba educado para ser el mejor. Asistió a los colegios privados japoneses más exclusivos. Luego, estudió Leyes y Ciencias Políticas en una excelente universidad de Tokio. Hablaba perfecto y fluido inglés y, para completar su educación, pasó un buen tiempo viviendo en Estados Unidos y en Suecia. Era, en apariencia, un joven muy amable y simpático y tenía una familia que lo empujaba a progresar.
Cuando, un poco más grande, empezó a disponer de fondos empezó a vivir de una manera extravagante y, en consonancia con el dinero que disponía, adquirió numerosos departamentos y una flota de autos carísimos, entre ellos varias Ferraris, un Rolls-Royce Silver Cloud y una Maserati. Su fortuna alcanzó, por los años ’90, los 45 millones de dólares.
Pero mientras el fulgor de su dinero encandilaba a todos, su costado perverso y oscuro se desarrollaba sin límites. Nadie podía imaginar que ese exitoso joven se convertiría en un monstruo asesino, un descuartizador y un violador serial desalmado.
Quizá la razón para que en las redes haya tan pocas fotos de él y, en cambio, muchas imágenes de sus víctimas, haya sido justamente esa montaña de dinero con la que blindaba su intimidad. Joji Obara evitaba siempre ser fotografiado, tenía demasiado que esconder.
Primera parte de la historia
Obara, nació en 1952 en Osaka, Japón. Sus padres eran coreanos y de origen humilde. Pero fue durante su niñez que la suerte de la familia cambió radicalmente. Su padre empezó a amasar una gran fortuna con dinero proveniente del mundo del juego: con máquinas de póker. En pocos años, el destino de la familia giró ciento ochenta grados. Ya no había necesidades de ningún tipo y el dinero entraba cómodamente. Los padres empezaron a ambicionar un gran futuro para sus hijos. Así fue que Joji terminó educándose en un colegio privado de Tokio. Diariamente, recibía un montón de tutores para distintas actividades. A los 15 años entró en la prestigiosa secundaria que está asociada a la Universidad de Keio. Eso le garantizaba la aceptación de esa institución cuando se graduara.
Dos años después, su padre murió súbitamente en Hong Kong.
Joji, que tenía solo 17 años, y sus dos hermanos heredaron las propiedades que el jefe de la familia había acumulado en Osaka y en Tokio. Luego de viajar intensamente por todo el mundo y de graduarse en la Universidad de Keio en Ciencias Políticas y Leyes, Joji se naturalizó ciudadano japonés y cambió su nombre legal a Seisho Hoshiyama. Quería parecer nipón de verdad y esconder de esa manera su ascendencia coreana. Fue la primera señal que demostraba que la inseguridad formaba parte de su patrimonio psicológico. A los 21, se arrepintió del cambio y volvió a su antiguo nombre.
Siguiendo el camino de su padre comenzó a invertir en propiedades. La especulación en bienes raíces le hizo ganar fortunas y superó en habilidad a su progenitor. Llegó a acumular 45 millones de dólares. Para entonces, Obara ya le había demostrado a todos su gran habilidad para los negocios. Pero la suerte no sería eterna.