La historia de Ariel. Se crió en un “mar” de basura y es analfabeto. A los 29 años, una “visita” le propuso un cambio y se animó a intentarlo
El remate de la frase fue acompañado con un gesto pícaro, con el que intentó disimular un dejo de vergüenza que había asomado en el tono de su voz. Un instante antes me había dicho, con total crudeza, “soy alfabeto”. Obvio, no hizo falta que pronunciara correctamente la palabra “analfabeto” para que se entendiera perfectamente lo que quiso decir.
Ariel Aguilar es un vecino del Barrio Llamarada, en Concordia. Tiene 29 años. Ante el desafío de explicar cómo ha sido su vida hasta ahora, dispara con una sencillez que desarma: “Nosotros cirujeamos toda la vida. Nos criamos en la cirujeada”. Ese “nosotros” abarca a sus padres y a los 8 hermanos.
El día en que el Proyecto Relevar llegó al barrio Llamarada, los Aguilar no atendieron. Quizá por miedo a que alguien les pudiera sacar a sus hijos. Quizá porque, rodeados de un mar de basura, ni siquiera se percataron de las visitas. Como fuere, no hizo falta que respondieran un cuestionario. Los encuestadores no dudaron un instante en colorear con rojo a ese punto de la ciudad, advirtiendo que hacía falta una intervención urgente.
“Cuando pasamos con Nélida Bedoya era un basural realmente impresionante”, recordó Carlos Burna, del Proyecto Relevar. “Ariel, al igual que los demás Aguilar, no tenía nada, ni agua, ni cloaca, ni luz. Cuando su hijo empezó a ir a la escuela, un día me dice la maestra que tenían un problema: no podían lograr que se siente a la mesa a comer. Y le expliqué que tenía que entender su contexto, porque él comía sentado en el suelo, cerca del fogón. Ese es el hábito que tenía”.
¿Cómo ayudar a los Aguilar? O, mejor formulada la pregunta: ¿cómo ayudar a que los Aguilar se ayuden a sí mismos, ofreciéndoles oportunidades para que, con su propio esfuerzo, logren cambiar su vida, abandonando el basural en el que se habían criado?
En la Secretaría de Desarrollo Humano, que conduce Sebastián Arístide, después de pensar y repensar estrategias posibles de intervención, surgió una idea: proponer a 8 jefes de familia que trabajen en la Planta de Reciclado del Campo del Abasto, pero… poniendo condiciones…
“Siempre se ponen condiciones para ayudarlos a que mejoren, a que se ayuden a sí mismos. Una condición fue que sacaran la basura de sus casas; también la higiene; que los animales no anden sueltos; que los chicos vayan a la escuela y tengan el carnet de vacunas completo”, precisó Pedro Sosa, un joven estudiante de abogacía que integra los equipos del Proyecto Relevar.
Ariel recuerda cómo fue aquel momento bisagra en que les llegó la propuesta, a la que recibieron con un dejo de desconfianza y atravesados por la incertidumbre acerca del futuro:
-Yo acá tenía una montaña grandota, llena de basura. Me vinieron a ayudar. Yo les agradezco una banda a esa gente, porque no sabés la cantidad de mugre que yo tenía ahí. Hace más de 10 años que la teníamos, nosotros cirujeábamos y cirujeábamos. Y vino gente de la Municipalidad a ayudarnos, pero con una condición.
-¿Qué condición?
-Sacar todas estas montañas y no tirar nunca más basura acá.
-¿Y cómo vas con eso?
-Voy de 10. Lo que voy barriendo es una banda. Sacamos más de 20 camiones de basura de acá. Por eso estoy re contento con la mano que me dieron.
-¿Dijeron que sí enseguida o les costó decidir qué hacer cuando desde la municipalidad les propusieron el trabajo a condición de sacar toda la basura del barrio acumulada durante tantos años?
-Cuatro días estuvimos pensando qué hacer. Yo no estaba muy convencido, no sabía cómo iba a ser todo. Probé, me gustó y empecé a ir todos los días. Ahora me encanta.
-¿En algún momento te pasó por la cabeza que tu vida podía cambiar, que tendrías trabajo, un sueldo?
-No, nunca. Estaba en negativo. Pensaba que toda la vida iba a ser así, cirujeando.
-¿A qué hora entrás y a qué hora salís del trabajo?
-Entro a las 7 y salgo a las 12 del mediodía. No soy yo solo el que está trabajando. Está mi hermano de por acá, otro pariente.
-¿Les pagan un sueldo por el trabajo?
-Sí. La primera vez nos pagaron la mitad porque fuimos la mitad del mes. Y después me pagaron el sueldo completo.
-¿Alguna vez habías tenido un sueldo?
-No, nunca. Siempre junté cartones, botellas. Es la primera vez que cobré una plata. Usted no sabe la sonrisa que yo tenía. Nunca agarré tanta plata en la mano. ¿Vos sabés los gustos que le di a este en el centro? (señaló a su hijo, que no dejaba de apretar a su padre contra su cuerpecito) Sándwiches, helado, caramelos. Con la alegría que tenía, le compraba todo.
-¿Va a la escuela tu hijo?
-Sí, ahora sí.
-¿Fue otra condición a cambio de tu trabajo en el Abasto?
-Sí, sí, estoy contento porque ellos me lo anotaron en la escuela también.
-Voy a la Escuela La Viña –dijo el niño-.
Un “proceso con avances y retrocesos”
De vivir en un basural a tener trabajo, sueldo, escuela para los chicos. Resumido así pareciera un cambio cuasi milagroso. Pero es ilusorio pensar que las cosas sean tan simples. Resulta impensable que, así como así, de un instante al otro, se puedan superar todas las consecuencias de haber nacido y crecido en medio de carencias de toda clase.
“La idea es ayudarlos en la reeducación de sus conductas, en un proceso que tiene avances y retrocesos. Y uno tiene que volver todas las veces que sea necesario y responderles desde el amor, con empatía, hablarlos, insistir”, explica Burna.
“A todos les hacemos un seguimiento y los acompañamos en todo. Dos o tres veces a la semana vamos al barrio y llegamos a la casa de cada uno”, remarca Pedro Sosa, el joven universitario, que estaba en la Planta de Reciclado el día en que El Entre Ríos visitó el lugar.
El brazo deforme de Ariel y la lucha contra el hambre
Haber crecido casi a la intemperie, cirujeando, sin escuela, sin condiciones de higiene, sin una casa habitable, casi sin muebles, sin controles de salud, sin alimentación adecuada, deja secuelas imborrables, en el cuerpo y en el alma.
El brazo izquierdo de Ariel, con una extraña deformidad, documenta de dónde viene y prueba también cuán sacrificada ha sido su existencia.
-¿Por qué tenés el brazo deforme? ¿Qué te pasó?, preguntamos.
-Me caí trabajando en el chatarral. Me pusieron yeso, pero me lo terminé sacando porque no podía trabajar y pasábamos hambre. Comíamos arroz hervido y cebolla todos los días. Así que me saqué el yeso nomás y me fui al chatarral.
-¿Te vas a operar para que te arreglen el brazo?
-Sí, quieren que traiga el papelerío que me haga el doctor para que yo pueda descansar los tres meses en mi casa.
-¿Duele?
-¡Qué no va a doler! Cuando hago fuerza, cuando arrastro el bolsón, me duele un montón.
-¿Cómo fue el accidente?
-Yo iba llevando un tacho con huesos sobre el hombro. En el camino había una parrilla y no la vi. Me enganché, me fui al piso y todo el peso cayó sobre el brazo y se quebró. Ahí empecé a gritar. No sabés cómo gritaba…
Al borde de la cinta transportadora, parado sobre latas prensadas
Ariel trabaja en la Planta de Reciclado haciendo lo mismo que hace desde que era niño, aunque en otras condiciones, muy distintas. Ya no tiene que “negociar” con algún chatarrero para que le compre el cartón o el plástico que logró juntar y así poder comer algo.
Como es de estatura media-baja, se para sobre un bloque prensado de latas al costado de la cinta transportadora. “Lo que pasa es que la estaban molestando a mi mamá cuando me estaban haciendo y salimos cortos”, dice, entre risas.
La Planta del Campo del Abasto –nos comenta uno de los encargados- fue construida para trabajar pura y exclusivamente con material seco. Pero, como Concordia aún no ha logrado la separación en origen, a las máquinas les llega también todo lo húmedo, y las consecuencias se hacen sentir: rodamientos que se rompen una y otra vez, cintas que se estropean con frecuencia.
Ese “material húmedo” se “respira” en cada rincón de las instalaciones. Para quien no esté acostumbrado, parece que el ácido del lixiviado penetra no sólo por la nariz sino a través de la ropa y de la piel, hasta impregnarlo todo, absolutamente todo.
Ariel tiene puesta una camisa a cuadros, uno o dos talles más grande del suyo. Con orgullo, me cuenta que la rescató de la basura. En su puesto de trabajo se ven también una zapatillitas de niños que logró apartar, aunque me aclara que eso queda en la planta, que él no se lleva nada.
En la playa de estacionamiento de la Planta de Reciclado Ariel deja su carro cada mañana. En esa rutina, desata el caballo y lo deja pastando. Al mediodía, cuando termina su turno, hace el camino inverso.
Durmiendo bajo un nylon y sin paredes
Este hombre que supo alguna vez sacarse un yeso de su brazo quebrado, sin importarle que aún no estaba soldado, con tal de ir a “changuear” porque el hambre los “comía vivos”, hoy la pasa mejor, pero está muy lejos de vivir en un paraíso.
Durante algunas noches de octubre, Ariel durmió bajo un nylon negro, apenas enganchado sobre unos postes. Casi a la intemperie.
En un confuso episodio detrás del cual asomaría una trama de “consumos problemáticos” y violencias familiares, le incendiaron la casilla que tenía.
“Esta noche voy a ir a dormir a la casa de un hermano. Me dijo que no podía seguir así, tirado”, contó. Mientras tanto, María Sarmiento, una mujer que dedica la mayor parte de su tiempo a ayudar a los más necesitados, se aprestaba, junto a un grupo de jóvenes voluntarias, a armarle una precaria casilla, con maderas y chapas que trajo un camión municipal. Será una salida transitoria, a la espera de que Ariel reciba un “módulo habitacional” de la Fundación Techo, tras haber sido seleccionado.
Jona, del Barrio El Silencio al Llamarada
La realidad de los vecinos más cercanos de Ariel no es muy diferente a la suya. Ejemplo de ello es Jona, de 24 años, de rostro adusto y mirada seria, con un trasfondo de tristeza.
También es analfabeto. “Nunca fui a la escuela”, me dice, en un tono casi enojado. Le pregunto si le gustaría aprender a leer y escribir y me corta en seco: “Y no, porque nunca fui a la escuela y no voy a ir ahora que soy grande”. Intentamos aclararle que hay planes de alfabetización para adultos, donde seguro se sentiría cómodo.
Jona no nació en el Llamarada. “Vivía en el Barrio El Silencio, cerca del campo del Abasto. Iba a trabajar ahí, por mi cuenta”.
Al igual que Ariel, también fue elegido para trabajar en la Planta de Reciclado. “Hace 3 meses que estoy yendo al Abasto”, precisa Jona.
Su mujer, Miriam, mucho más dispuesta a hablar, recordó que antes de que Jona tuviera empleo, ambos cirujeaban a la par, juntando aluminio, cartón y plástico.
-¿Y cuánto juntaban por día?
-Y… juntábamos 1500, 1000, 800 pesos. Nos bajaban el cartón 50 pesos el kilo y no ganábamos nada.
Política social “personalizada”
No hay dos personas iguales. Tampoco hay dos barrios con problemas calcados. Por ello, desde la Secretaría de Desarrollo Humano aseguran que cada realidad amerita pensar, idear e instrumentar una intervención a medida. No hay receta única.
-¿Se puede replicar la solución brindada a esos 8 jefes de familia del Barrio Llamarada? Imposible que todo desocupado de Concordia tenga lugar en la Planta de Reciclado–, planteó El Entre Ríos al Secretario Sebastián Arístide.
-Es un trabajo uno a uno, realidad por realidad, grupo humano por grupo humano. En Barrio Llamarada, los Aguilar venían de toda una vida reciclando para sobrevivir y por ello se les propuso que pudieran insertarse en la Planta del Abasto. En otros barrios, dependiendo de cada situación, otras serán las propuestas que haremos a los vecinos. Pero hay un criterio que no cambia: que las personas no sean sujetos pasivos, sólo receptores de la ayuda, sino que se involucren, se esfuercen, sean protagonistas de una historia de superación.
-¿Nada de asistencialismo?
-La política social, para que se vuelva sustentable, debe promover la cultura del trabajo. No es sencillo, no se lograr de manera mágica, pero es posible ir dando pasos en la dirección correcta.
El brazo “roto” que debería contrarrestar prejuicios y estigmas
Haber conocido a Ariel me llevó a pensar qué poco sé de la vida, habiéndome criado con todas las necesidades básicas satisfechas (casa, comida, abrigo, libros, muchos libros, escuela, afectos, mucho afecto), con padres que esperaron mi llegada a la vida y mi regreso de cada salida, que custodiaron mi paulatino crecimiento, corrigieron con amor mis desvíos y finalmente me soltaron la mano para que viviera mí vida… sin jamás irse del todo, atentos desde la retaguardia, por si algo pudiera volver a necesitar de ellos. Dicho de otra manera, sin haber hecho méritos para ello, fui misteriosamente bendecido con toda clase de bienes que a Ariel se le negaron desde la cuna (que tampoco tuvo).
¿Haría yo por los míos lo mismo que hizo él, sacarme el yeso del brazo, soportar el dolor y la deformidad, con tal de ir a revolver basura y obtener unas monedas para dar de comer a mis hijos?…
Cuando vemos a los “Arieles” sobre sus carros, cirujeando, tal vez pensemos en gritarle “¡haragán, andá a trabajar!” y “¡sacá tu carro de ahí que molesta al tránsito!”. Tampoco sería extraño que tuviéramos otra reacción: reprocharle la “tracción a sangre”, que esté “esclavizando” a un caballo, con cuyos sufrimientos empatizaremos, conmovidos casi hasta las lágrimas si vemos a esos equinos flacos y mal cuidados.
Pero, en verdad, ¡somos tan ignorantes!… Alfabetizados nosotros, sí, pero ignorantes, prejuiciosos e injustos. No tenemos ni una puta idea de lo que es estar en el cuero de esos “arieles”, de esos “nadies” de las periferias…
Cuando Ariel se sacó el yeso y dejó que su antebrazo se volviera una “v corta” al descalzarse los huesos quebrados, desesperado por ir a buscar comida para los suyos entre la basura, lo mismo que cuando apretó a su pequeño hijo contra su cuerpo mientras me hablaba, demostró una energía vital, una capacidad de lucha y de esfuerzo, un “corazón” que sólo aguarda una oportunidad (¡al menos una!) para dejarse ver. Y esa oportunidad llegó. ¡Y está haciendo hasta lo imposible por aprovecharla!…
-¿Qué sueños tenés, qué cosas te gustaría lograr de acá en adelante?, le preguntamos.
-Una casita y me gustaría estar siempre con él nomás (en referencia a su hijo).
¡Gracias Ariel por tu testimonio!