A veces, por suerte, hay una sola
“Bahías en el naufragio” llamó el cubano Lezama Lima a las madres. La definición es acertada y aplica a lo que suelen representar para los hijos esas mujeres de amor incondicional, siempre dispuestas a la escucha y el consuelo. Casi siempre, en rigor. En ocasiones, lejos de ser esa bahía que abraza y contiene al náufrago son el capitán del barco que lo lleva a pique y termina de hundir al que lucha por salir a flote.
Es mediodía de sábado y madre e hija adolescente almuerzan en un restaurante. La mujer habla en un tono lo suficientemente alto como para que la escuchen desde las mesas vecinas. La chica casi no abre la boca. Con los ojos fijos en el plato, come como si la comida fuera una forma de escape. La mujer es su contracara: casi no prueba bocado y no interrumpe su bajada de línea ni para tomar agua.
La hija acaba de participar en una competencia de atletismo. No ganó; o no ganó las suficientes medallas según la aspiración materna: exhibe por lo menos dos. Ese reproche será el leit motiv a lo largo de tres horas. Parece casi un interrogatorio. Se pregunta y se responde: ¿”Estabas cansada? No, no estabas cansada. Si las pudiste pasar en los 300, ¿por qué no seguiste después? ¿Te dolía el pie? No, no te dolía. Sabés muy bien que no te dolía. Lo que pasa es que no te bancás ser la mejor; te tiraste para atrás. ¿Me escuchás?”, pregunta, como si hubiera otra opción.
Al final, la chica se larga a llorar. En el medio del largo discurso, la mujer le suelta: “Buscate un psicólogo, explicale lo que hiciste, y que te diga qué te pasa”. “Tengo una madre tóxica” no sería un mal arranque de sesión.
Feliz día para todas las demás.